Devorador de Almas

Temas: Yaoi, romance, Universo Alterno
Personajes: Saga, Shaka
Resumen:  Lo sigue, lo busca, lo encuentra. Sabe que hace, sabe porque, sabe lo que sigue, y aunque le duele… no puede escapar de él.
Dedicatoria: A todos los pecadores que han hecho posible que el club sea lo que hoy es, un bastión de pasión pura. ¡Los amo! Apoyar el evento: .:Crepúsculo:. *CR*
Comentarios adicionales: Este Fic lo hice el año pasado peor no lo había pasado al blog. Lo coloco aquí para darle espacio mientras preparo la actualización de Color y Vida ^^

Devorador de Almas

La brisa templada de Londres agitaba los gruesos sobretodos de aquellos que salían del principal teatro de la ciudad. Embebidos por la nocturna alfombra celestial en una noche sin luna, los dos que eran observados se alejaban del resto de la multitud que luego de haber satisfecho sus deseos culturales iban a dirigirse cada quien a su destino. El de aquellos era claro en cierta forma, al menos el del que abría la puerta de la limosina negra y permitía que el elegante hombre de cabellera dorada penetrara en sus instalaciones, ya estaba definido.

¿Cuál era? Morir.

El hombre que vestía el traje azul índigo los veía desde el árbol cercano en la plazuela fría, mientras la niebla del asfalto mojado y la brisa otoñal derramaba en el viento sus cabellos de ondulado negro. Ojos rojos como carmín los observaba entrar al auto y dar las órdenes del lugar donde era su próxima parada. Entre abrió los labios saboreando el dióxido de carbono que atestó el panorama en cuanto los autos empezaron a moverse. Apretó sus garras con sólo imaginar lo que el rubio le esperaba cuando llegaran a aquel lugar, con aquel italiano, dispuesto a dejarse tocar y…

Crujieron sus muelas con evidente malestar, entrecerrando sus ojos mientras dejó que la luz del farol adyacente empezara a dibujar su figura entre las sombras. Alto, con aquel abrigo que cubría toda su fisionomía, la piel blanquísima denotaba falta del calor del sol. Labios moreteados por el frio helado de la muerte que le había besado siglos atrás, el aliento fúnebre de la eternidad que se dibujaba en el aire. Concentrado en el camino del auto, metió sus manos en los bolsillos anchos de su aterciopelado traje y dio algunos pasos hasta chocar con el charco de agua helada de la carretera, viendo sin ver  la luz de los faroles moviéndose y perdiéndose entre la jungla de concreto de la ciudad. Siguió caminando con desdén hasta ocultarse en un callejón oscuro al lado del teatro y allí, saltó con una fuerza descomunal hasta alcanzar la terraza del enorme edificio de cinco pisos.

No necesitaba ver hacía donde iría… el olor lo conocía.

Caminó en paso lento y articulado mientras las nubes se mecían por el viento hacía el norte. El cabello negro danzó perezosamente y rozó apenas sus blancas mejillas cuando con otro salto llegó al techo de una casa al lado del edificio. Caminó de nuevo, saltó, todo con una lentitud casi medida, los ojos rojos brillando en las sombras de una ciudad que ya empezaba a dormir sin saber de ellos, esos seres sobrenaturales a los que ellos creían sólo cuentos de un libro pero que existían, eran reales, tan real como las deudas económicas y la inflación.

Con un bufido fastidioso, saltó y golpeó con las suelas de su costoso calzado la punta de un pararrayos del colegio en las cercanías. Olfateó el aire que pasaba sobre él y aspiró el aroma aquel que podría reconocer a donde fuese: la sangre que empezaba a teñirse con el coñac, aquel aroma que sólo él podría distinguir a kilómetros a la redoma. Significaba que habían empezado a beber y las cosas se calentarían aún más.

Su sangre hirvió de celos, celos que planeaban nublar su cordura. Dio un brinco que casi traspasó cuatro manzanas, hasta golpear con el cuero de su suela el casco de uno de los edificios de mayor prestigio de la capital. Mientras caminaba sobre aquella terraza, pensaba en el cuerpo de aquel, en el dorado de sus cabellos y el azul cristalino de su mirada, en los arboles que lo custodiaban en aquellas lejanas tierras, el viento que mecía sus mantos sagrados cuando lo había conocido. Cuan hermoso, ¡cuánto lo había deseado! Y la belleza seguía intacta…

Se dejó caer luego hasta el techo de una clínica y ya en trote recorrió los últimos metros del lugar para saltar de la terraza y alcanzar el punto donde su olfato lo llevaba junto al instinto que tenía clavado hasta los tuétanos: el decimotercer piso del prestigioso hotel, en balcón a las alturas cuya cortinas blancas cubrían la visión de lo que ocurría dentro de aquella sala. Reclinado alcanzó la baranda de hierro dorado con un equilibrio envidiable a cualquier ave de los cielos y cuando se detuvo  el saco y cabello oscuro cayeron por inercia victima de la gravedad.

Había llegado, y la luz blanca artificial apenas iluminaba lo que era la oscuridad de la estancia y el olor febril del sexo que empezaba a cocinarse. Apenas sus pies rozaron el frio del mármol que cubría el balcón, acercándose sigilosamente, mientras las voces eran lo único que medio se escuchaba además del frio helado de aquella brisa a las alturas. Al menos los latidos de su corazón no le distraerían de su empresa en escuchar lo que aquellos hablaban, o gemían más bien, ya que de estar vivo de seguro el rencoroso y apresurado palpitar hubiera desbaratado todo esfuerzo para ello. Los celos le gangrenaban la calma, sólo pensar que le estaba tocando encrespaba cada vello de su piel. De súbito mordió sus labios para contrarrestar la ira que le manaba, provocando una herida en sus carnes gruesas. El hilillo de sangre insípida intentó recorrer su cuello pero fue secado rápidamente con el dorso de su antebrazo.

Odiaba, odiaba quererlo tanto para matarlo y morir con él al mismo tiempo. Odiaba que siempre lo hiciera y no pudiera hacer más que verlo, verlo ser poseído por otro, verlo disfrutando cuerpos de otros…

Y escuchó su gemido. Y maldijo su suerte…

Con el calor brotándole por los poros aquel hombre de oscuro atuendo dio media vuelta, miró la negrura de la noche que se extendía en lo alto del firmamento y se desboronaba en nubes acuosas de una posible tormenta. Con desdén chasqueó la lengua aturdido, pensó en el porqué seguía haciendo lo mismo, porque le seguía si ya conocía el resultado y la respuesta, las causas y consecuencia. No podría recriminarle nada, quería convencerse de ello pero ¿de qué modo poder controlar los celos que retorcijaban sin misericordia a sus intestinos?

Después de todo, lo quería sólo para él…

Un sonido despejó sus pensamientos y fue capaz de hacerle caer de improvisto toda posibilidad de paz. El mayor giró sobre sus talones para encontrarse con la figura inmaculada y desnuda del hombre que era el centro de sus mórbidos deseos y obsesiones. Un torbellino de acuoso azul le observaba con supremacía tras el espejo y una sonrisa velada era dibujada por sus delgados labios color hueso. Había corrido un poco la cortina para que la luz nocturna penetrara por la oscura recamara e iluminara la cama donde le esperaba el extranjero.

Que la noche, él, los cielos, la oscuridad… fueran testigos…

Ojos rojos visualizaron con ira aquel cuerpo desnudo entre las sábanas, el perfil del que lo miraba desde el reflejo del vidrio le sonrió en gesto seductor. Fue una leve invitación, lasciva, para admirar lo que estaba por ocurrir. Luego, girando sobre sus pies caminó en un vaivén lento y seductor hasta la cama, recostándose desde la orilla para subir con su cuerpo en perfecta desnudez en un gateo sensual mientras los dorados cabellos  caían sin forma en la cama.

Aquella boca atrapó el intrépido falo blanco que se alzaba a la gloria de las alturas. Un gemido brotó de su marcada garganta por ya huellas de aquel extranjero en moretones de salivas y presión. Entonces comenzó, con el vaivén vertiginoso de cadera contra paladar por parte del rubio que sin misericordia se movía incesante, permitiendo que aquella lengua le envolviera y vistiera de su saliva, le mostrara así el mayor de los placeres prohibidos con que aquel mamaba sin decoro. Los sonidos en la habitación se incrementaron junto al olor de ambos cuerpos sudados y el aroma de aquella sangre que se calentaba y bullía víctima del deseo sexual que le arreciaba.

El caldo a fuego lento empezaba a burbujear dentro de sus conductos. El placer como aderezo comenzaba a crear la mezcla perfecta. Él sólo podía observarlo…

Y lo miraba, sólo apretaba su mano con cólera, sólo maldecía en silencio el ser víctima de aquel irremediable deseo aún de verlo, verlo y adorarlo en la muestra del más febril ataque de lujuria y gula; porque era solo eso, placeres tan egoístas que el hombre de dorada cabellera quería satisfacer hasta hartarse. Con implacable orgullo se mantuvo de pie sin hacer nada en el momento que las piernas blancas fueron tomadas para empujar el cuerpo contra el colchón y luego ser penetrado con la más insulsa violencia. No titubeó ante el alarido de gloria que brotó de esos labios delgados y fue acallado por más gemidos mientras las sábana s de satén eran estrujadas, mordidas, apretadas, jaladas y soltadas al ritmo de embestidas animales que movían todo el lugar. La victima jadeaba en su lengua, nombrando santos, santos incrédulos y vánales en comparación al que tomaba en ese momento debajo de él, infeliz sin saber cuál era su verdadero destino.

No, no le hacían el amor, era sexo, sólo sexo, nada más que sexo… ¡el hambre de sólo eso y…!

Contempló en ese momento el rostro del rubio contorsionado por el placer que fluía por sus conexiones nerviosas, que sacudía sus entrañas y coloreaban las mejillas pálidas en un rojo carmín. Mordió sus labios reclamándose a sí mismo el tener deseos de besarlo frente al bajo golpe que le asestaba, adorarlo y amarlo aún a pesar de cómo le traicionaba.

Sí, que importaba que fuera instinto, o comida o…

¡Diablos! ¡Pero cómo podía dejar de amarlo!

Vio con impotencia el rostro que lo observaba ya casi con medio cuerpo fuera del colchón debido a las furiosas embestidas. Sintió dentro de sí un colapso sobrenatural cuando aquel dibujó con sus labios las silabas de su nombre y luego sonrío, en la muestra más absurda de justificación. Sabía perfectamente como descolocarlo, lo sabía desde que se habían conocido, aunque los rastros de esa hermosa inocencia que le había cautivado habían quedado olvidados junto a su vida y la sangre absorbida, junto a la muerte y la juventud eterna.

Shaka, el vampiro de trescientos cuarenta y tres años había sido envenado por el instinto salvaje de su naturaleza y de los más bajos deseos: la sangre y el placer conjurado que buscaba para satisfacerse, ser venerado como el dios y perfecto ser que era, adulado y reverenciado para su deleite personal. Saga lo había convertido jurando amor eterno, pero ¿Cómo hacer cuando la bestia se hace más fuerte? Lo que en ese momento Shaka deseaba no era algo que podría entregarle él, sino aquel de quien se estaba dejando tomar y a quien atrapó entre sus dedos blancos con fuerza en la cabeza, jalándolo hasta su rostro cuando el olor de semen se hizo evidente.

Acercó, abrió sus labios; colmillos plateados refulgieron con luz de luna en la estancia oscura…  se clavaron.

Y el grito, agónico y fónico, se quedó atascado ante el dolor y  la nebulosa de placer que arreció el cuerpo de la comida. El pobre insecto había caído en la telaraña de la viuda negra y después del placer, venía la muerte…

La comida estaba servida…

Disparos de semen que fueron depositados dentro del recto del joven vampiro, caliente líquido que aún así no le producía nada. Lo que de verdad anhelaba era la sangre caliente y burbujeante, espesa y metálica del sexo combinado al placer y al dolor que el humano generaba entre el éxtasis y el miedo. El equilibrio perfecto, le llamaba morbosamente cuando explicaba con pasmosa frialdad la razón de sus orquestadas cacerías: el equilibrio perfecto que hace la sangre el más exquisito de los manjares.

Él lo había convertido en ese demonio.

El cuerpo había dejado de moverse y la sangre goteaba mojando un poco del cabello rubio y húmedo de sudor del vampiro que lamía con elegancia la herida. Mientras aquel se levantaba con su propia fuerza sobrenatural, Saga penetró abriendo el ventanal con indolencia observando la forma en que el rubio terminaba de drenar la sangre de todas las venas. Se acercó por detrás capturando el hilo rojo que rodó por su mejilla y saboreándolo, con lo que comprobó que el sabor era simplemente exquisito y bien podría excusar todas las acciones para llevarlo a ese punto. Sin embargo para él no había suficientes razones: él también comía, pero por mera necesidad y sin tanto protocolo como su pareja; hacía siglos había perdido el sabor de la caza.

¿Pero cómo reclamarle? Cuándo lo había hecho la respuesta había sido tan estúpidamente lógica que le dejo sin razón de objetar.

“La comida hay que disfrutarla Saga. Lo hice en vida… también en está lo seguiré haciendo”

Una cosa era cocinar como lo hacía antes, otra muy distinta era eso… aunque desgraciadamente era otra forma de cocinar dadas sus actuales circunstancias.

Observó en silencio cuando el rubio empujó el cuerpo seco de su alimento a un lado de la cama, relamiéndose un poco la sangre que se escurría por su comisura derecha. Con sus ojos rojos recorrió la esbeltez y belleza de ese cuerpo desnudo y sudado, notando que aún la erección seguía indomable, que aún su cuerpo no se había liberado de la excitación. Subió su mirada de nuevo hasta los azules que volvían a tomar su tono claro y no el marcado por el llamado de sangre que ya había satisfecho. Lo vio sonreírle con la más asquerosa frialdad; al menos para él que de nuevo se sentía engañado.

—Estás insatisfecho—murmuró virando sus ojos hacía la intimidad roja por la sangre contenida. El rubio ablandó su semblante, le miró con tranquilidad.

—Ellos sólo satisfacen el hambre, no el deseo.

Y esa era la razón por la que iba a verlo, a ver cómo era engañado… las causas y sus consecuencias…

—Los enamoras, dejan que te besen, te toquen y te acaricien…—en reclamo, vanos reclamos cuando al ritmo de sus silabas golpeando contra sus labios el amplio saco iba cayendo a la alfombra.

—Comida, comida, sólo la… preparo…—sonrío, con ese brillo lascivo.

Por ello esperaba que terminara de comer, se acercaba. Se encarga de satisfacer lo único que sólo él podía darle. Tragándose el orgullo… entrando en lo ya dilatado e humedecido por la esencia de la victima…

—Les gimes, luego los devoras—tomó el turgente miembro entre sus dedos. Jadeó al penetrar en el cuerpo ya caliente de su amante.

Y bien podría esperar simplemente a que regresara pero…

—Te excita que lo haga… ¡ha!

Si, le excitaba y le molestaba. Le gustaba y le enfurecía. Tenía celos cada vez que lo tocaban pero sabía que él y sólo él podían llevarlo a la gloria. Que ninguno de ellos podía llevar a Shaka a la cumbre del orgasmo y él estaría, preparado y listo para ser consumido hasta saciarlo.

Sí, la misma escena de celos, la misma escena de sexo. La misma entrega una y otra vez que Shaka terminaba una cacería: más de tres siglos en eso.

Tomó de nuevo su cuerpo y lo reclamó suyo. Estocadas y embestida s rítmicas las cuales Shaka recibía con deseos, gimiéndole y buscando aquel rostro con sus manos, compartiendo en besos largos el sabor de aquella sangre recién tomada; diciéndole así a quien era que ansiaba. Lo adoraba, con sus manos le tocaba cada rincón que había sido palpado por el otro. Con sus dedos marcaba de nuevo su posesión y donde habían sido dejadas las muestras de succiones, él dejaba una huella de sus colmillos de platas. Lo quería y así gruñía cuando la cadera blanca le instaba a penetrar con mayor fuerza, cuando los labios le buscaban para un beso más, las manos se clavaban tras su cabeza para apretar con presteza contra su cabello y hacerlo sentir aún más anhelado, necesitado: si eso era posible.

Hacerle el amor, a eso no le había perdido el sabor. Hacerle el amor, desde siempre, había sido su mayor locura.

Balbuceando el nombre del otro, ambos llegaron a la liberación, en espasmos de placer que corroyeron su cuerpo e hicieron desfallecer sus fuerzas por unos instantes. Su cabeza cayó enredada entre los rubios cabellos, su nariz al lado del cuello sudado del hombre a quien había tomado para sí, para que fuera su compañero, siglos atrás. Él lo había convertido en ese demonio sediento de sangre que, para disfrutar de sus comidas, cocinaba el cuerpo en el cáliz del sexo.

—Debí dejarte humano… nadie te tocaría—la misma conclusión, nimia.

—Bien sabes que no lo hubieras aguantado—la misma respuesta, certera.

Ante la posibilidad de la separación la locura los llevó a tomar la decisión. Shaka le pidió que lo convirtiese, Saga que lo acompañase. Un pacto de sangre por amor…

—Ya me aburrí de este lugar—­comentó el rubio acercándose a su cuerpo, abrazándolo mientras pasaba sinuosamente su colmillo entre las clavículas—. Vamos a otro país.

—¿Francia?—propuso, dando media vuelta para quedar de espalda al colchón y con el rubio sobre él. Aquel sonrío y ante ese gesto Saga frunció el ceño entre dolor y resignación.

Porque Shaka era un devorador de almas…

—¿Te gusta la idea?

—Me provoca un francés…

Y Saga había sido su primera víctima…

Deja un comentario